miércoles, 24 de julio de 2013

La Señorita

Lulú era extraña, quizás porque su solitaria vida la había llevado a ser lo que en el fondo de si no deseaba, ser la chismosa de la colonia.

Llegada de un lejano lugar de Oaxaca, La Señorita -llamada así a disgusto suyo- vivía recluida en el departamento de interés social dado que la casa que tenía en Tlalpan hubo que venderla porque era demasiado grande para ella y sus manías 

Desde que llegó a la unidad habitacional, llamó la atención por su forma de vestir. Usaba faldas de grandes vuelos no ostentosas porque en su trabajo de oficina no se lo permitían. Blusa, corpiño y camiseta cubrían su frondoso pecho además de un chaleco blanco de lana y dos suéteres porque el frío le dañaba los ganglios provocándole una tos perruna de no terminarse nunca.
Medias gruesas de lana, botas de piel, gorro con bufanda y un chal integraban su outfit de todos los días. 

Cinco para las ocho. Lulú empieza a abrir la puerta resguardada por cinco cerrojos de combinación que impedían entrar a cualquier persona que no fuera ella.
Después asomaba la cabeza con el bolso de mano bien agarrado por si alguien estaba escondido en el rellano de las escaleras. 
Cerciorándose de no haber nadie, inspeccionaba el piso porque tenía claro que sus vecinas querían hacerle brujería. La mínima basurita la detenía para salir a tiempo. Si encontraba algo no ponía un pie fuera del departamento. Calzándose un par de guantes de nylon, recogía el objeto extraño, la guardaba en una bolsa de plástico y se la llevaba a tirar al canal de aguas negras al otro lado de la avenida.

Cuando esto sucedía no se presentaba a trabajar arguyendo sentirse mal. La Señorita con tantos años prestados al sector gubernamental podía faltar cuanto quisiera.
Entonces iba a su recámara, se quitaba los suéteres y el gorro. Preparándose un café, se sentaba detrás de las cortinas para espiar a la gente que pasaba frente permaneciendo largas horas tomando tiempo apenas para ir al baño.
Para soluciona eso y no distraerse compró una bacinilla teniéndola a su lado por si apremiaba el deseo de ¨hacer de las aguas¨ como decían en el pueblo.

Quedaba sin moverse largas horas del día.

Todo le daba miedo.

Si a algún sujeto se le ocurría recargarse en el poste del alumbrado, tocaba el techo del departamento con un palo de escoba, esa era la señal para avisar al vecino de arriba que alguien quería hacerle daño según ella.
El hombre se asomaba para asegurarle que no pasaba nada pero Lulú insistía hasta lograr que el tipo amenazador se fuera.

Siguiendo en su sitio detrás de las cortinas, miraba a las vecinas criticando su forma de vestir, de educar a sus hijos, de caminar, en fin, cualquier cosa que hicieran era criticada por Lulú.

Muchas veces se metió en líos por comentar con otras vecinas las cosas que veía y que al contarles les daba su particular punto de vista haciendo enojar a las mujeres que le retiraban el habla de tal modo que llegó el día en que el vecino de arriba dejó de ayudarle en sus apuros temerosos y se quedó sola, sin nadie que le diera amparo al miedo de mujer solitaria.

Fue cuando le dio por hablar consigo misma sobre sus aconteceres cotidianos comenzando a volverse paranoica.
Oía voces venidas de sus costosas figuras de cerámica quienes le hablaban contándole cosas que no entendía. 
Primero le dio miedo escucharlas pero después se acercaba para preguntar sobre el bisbiseo que continuamente atacaba sus oídos.
Comenzó a platicar con las sombras incluso llegó a poner sillas detrás de las cortinas para que sus acompañantes imaginarios la siguieran en su tarea de criticar la vida de las vecinas de tal modo pasaba los días sin darse cuenta cuando llegaba la noche y luego otra vez el día.

Sin casi comer iba adelgazando. Ya no era la Lulú regordeta que todos conocieran. Su paranoia la estaba dejando en los huesos.

Dejó de salir creyendo que todo el que estaba cerca quería hacerle daño convirtiéndose en una sombra. de la que nadie recordaba ya.
Perdida en la oscuridad de su mente, escondida detrás de las cortinas, pasaría mucho tiempo antes de que alguien se diera cuenta de su ausencia.






lunes, 15 de julio de 2013

El reto

Mucho se preció el negrajo carrocero de tener, según sus cuentas, el sexo más viril de la comarca, y presumió hasta el cansancio tener un tamaño caballesco y la correosidad de la asadura de un pollino.

Era tal su presunción que había ganado, hartar a cuanto caballero o villano le escuchaba, que si bien le miraban con recelo, no podían ocultar la admiración que, a su vez, le profesaban.

Era tanta la fama del mulato, entre sirvientas, damas de compañía y mujerzuelas de tugurio, que comenzaron también a verse con frecuencia, por la inmunda suciedad de la carrocería, damas de sociedad, en toda clase de calesa y calesilla.

Era tal la fama ya obtenida con aquel gigantismo legendario, que comenzaron a congregarse en la hostería, con el fin de medir armas con el negro, mancebos bien dotados, llegados de confines ni siquiera imaginados.

Un sábado cualquiera llegó un viejo -acompañado de un enano despreciable-, que al parecer venía con la encomienda de hacer gala del miembro -seguramente flácido- en la fálica contienda.

Quitose la capa el caballero, eligió la mesa más lejana del aposento cochambroso, pidió una jarra de vino de la casa, y luego de arriscarse el relamido bigotazo, sorprendió a cuanto parroquiano le escuchaba, lanzando el esperado desafío:
Yo reto al mulato que aquí mora a que si no teme a la derrota y la vergüenza, a la mesa del centro se aproxime, y sin dudarlo se baje los calzones para medir sus partes... con mi amigo.
Tras el reto subió por las paredes un olor a incredulidad y desencanto, ¿en verdad pensaba el viejo orate que podría perder el negro idolatrado con lo que en proporción podría cargar, entre las piernas, el enano?

Volvió a lanzar el reto aquel anciano y mostró una saca repleta de oro y plata, para cruzar apuestas con cualquiera, ante la mirada incrédula del negro, que apoyado de codos en la mesa no habíase hasta entonces inmutado.

Los parroquianos confiados apostaban que su gallo habría de aplastar al retador sin despeinarse, volviendo de inmediato a departir con las mozas y brindar con los hombres con tepache.

Dispúsose el negro, un tanto hastiado, a terminar de un mamporrazo con la afrenta, y sin mediar palabra fue a la mesa, dejando caer kilo y medio de carne sobre ella.

Dos carcajadas sonaron en la esquina, acallando el jolgorio de la tienda: con la primera el enano se bajaba, de un brinco, del banquillo y con la segunda se desabotonaba la pernera.

Reinó un silencio mortal inesperado, los congregados no atinaban a explicar lo que veían, el contendiente en este concurso de alzadura, ahora no sólo no parecía ser enano, sino más alto que el promedio se veía.

Quedose apoplejado el carrocero, y sólo atinó a exclamar acomplejado: ¡jamás hubiera imaginado, cosa grande, que lo más largo de mí sería adoblegado, por la gigantesca pierna tercera de un enano!

martes, 2 de julio de 2013

En el olvido

Olvido el abandono en que me tienes
los lunes al amanecer
abriendo los ojos
a otro día sin ti.

Los martes es descuido de mi parte
no verte junto a mi
ya no quiero tengas cabida en cama
culpable eres por esta dejadez.

Miércoles de desgano
sin tu cuerpo dentro de mi ser
largos silencios ocupan mi pensamiento
maldigo la noche
maldigo al día
por no volverte a ver.

Jueves no debería existir
como tu recuerdo olvidado en mi nariz
fatuo aroma el tuyo,
¡ven por él!

Viernes ya no importa nada
tu olvido ni mi lucidez
una semana
vuelta echada a perder.

Sábado y domingo no cuentan
¿para qué?
si ya no te importo
nada vale en esta desidia ponzoñosa
que me dejaste
para nunca más volver.