lunes, 15 de julio de 2013

El reto

Mucho se preció el negrajo carrocero de tener, según sus cuentas, el sexo más viril de la comarca, y presumió hasta el cansancio tener un tamaño caballesco y la correosidad de la asadura de un pollino.

Era tal su presunción que había ganado, hartar a cuanto caballero o villano le escuchaba, que si bien le miraban con recelo, no podían ocultar la admiración que, a su vez, le profesaban.

Era tanta la fama del mulato, entre sirvientas, damas de compañía y mujerzuelas de tugurio, que comenzaron también a verse con frecuencia, por la inmunda suciedad de la carrocería, damas de sociedad, en toda clase de calesa y calesilla.

Era tal la fama ya obtenida con aquel gigantismo legendario, que comenzaron a congregarse en la hostería, con el fin de medir armas con el negro, mancebos bien dotados, llegados de confines ni siquiera imaginados.

Un sábado cualquiera llegó un viejo -acompañado de un enano despreciable-, que al parecer venía con la encomienda de hacer gala del miembro -seguramente flácido- en la fálica contienda.

Quitose la capa el caballero, eligió la mesa más lejana del aposento cochambroso, pidió una jarra de vino de la casa, y luego de arriscarse el relamido bigotazo, sorprendió a cuanto parroquiano le escuchaba, lanzando el esperado desafío:
Yo reto al mulato que aquí mora a que si no teme a la derrota y la vergüenza, a la mesa del centro se aproxime, y sin dudarlo se baje los calzones para medir sus partes... con mi amigo.
Tras el reto subió por las paredes un olor a incredulidad y desencanto, ¿en verdad pensaba el viejo orate que podría perder el negro idolatrado con lo que en proporción podría cargar, entre las piernas, el enano?

Volvió a lanzar el reto aquel anciano y mostró una saca repleta de oro y plata, para cruzar apuestas con cualquiera, ante la mirada incrédula del negro, que apoyado de codos en la mesa no habíase hasta entonces inmutado.

Los parroquianos confiados apostaban que su gallo habría de aplastar al retador sin despeinarse, volviendo de inmediato a departir con las mozas y brindar con los hombres con tepache.

Dispúsose el negro, un tanto hastiado, a terminar de un mamporrazo con la afrenta, y sin mediar palabra fue a la mesa, dejando caer kilo y medio de carne sobre ella.

Dos carcajadas sonaron en la esquina, acallando el jolgorio de la tienda: con la primera el enano se bajaba, de un brinco, del banquillo y con la segunda se desabotonaba la pernera.

Reinó un silencio mortal inesperado, los congregados no atinaban a explicar lo que veían, el contendiente en este concurso de alzadura, ahora no sólo no parecía ser enano, sino más alto que el promedio se veía.

Quedose apoplejado el carrocero, y sólo atinó a exclamar acomplejado: ¡jamás hubiera imaginado, cosa grande, que lo más largo de mí sería adoblegado, por la gigantesca pierna tercera de un enano!

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